domingo, 13 de febrero de 2011

Padres que aún no lo arruinaron todo

Cuando yo era chico, escribí la historia de un caballero con armadura dorada. Debía de tener 6 años. El manuscrito supuestamente perdura junto con otros documentos de mi oh tan prometedor futuro y precoz genialidad.

Nach es un amigo que tiene un talento sobrehumano para el dibujo. Sin embargo, está estudiando Derecho y está empecinado en ocultar sus dotes: “es solo un hobbie, no me va a llevar a ningún lado”. Eligió algo tradicional para contentar.

Alicia no encontró otro camino que el desbarrancadero de la autodestrucción cuando se vio becada en un país extranjero, estudiando algo que detestaba.

Entro a una clase de niños mimados, que viven sin imaginar penurias, en una incubadora donde todo es tan fácil. Y aún así, nos miramos y estamos aterrados. ¿Llegaré a algún lado? A mí me prometieron un lugar… de gloria… para mí. ¿Adónde quiero llegar?

Querer es cosa absurda, complicada, impuesta, surreal. Mi querer ha sido violado y aberrado desde que tomé conciencia de que el deseo va a ser mi perdición. Mis padres, ambición, el deseo, un abismo frustrado, ¿quién me va a recordar? Y lo peor: la falta de voluntad. ¡Voluntad para triunfar!

La motivación es tan volátil. El peligro de la lasitud no parece amainar. Seguro que papá y mamá sienten (como el mundo, que respira desgano) que si no me presionan y matan poco a poco mis ganas de ser, voy a terminar sin ser nadie. Ser nadie. Nadie.

Pienso en un mundo donde no sea necesario competir. Cursi yo, abocado a fantasías comunistas que desconocen nuestra “naturaleza”. Cada uno se esfuerza para superarse: el otro, el vecino, es la medida de mi fracaso. Existe esta tesis incuestionable de que sin competencia, nos estancamos. De que, además, no hay mayor goce y satisfacción que aplastar a nuestros rivales. ¿Somos tan perezosos y mezquinos?

Ser el número uno. Ser el número uno. Somos seis mil millones de personas y odiaría pensar que vivimos en un mundo de sombras tristes, anónimas y fuegos apagándose. Ser el número uno y que nadie, nadie me escuche cuando grite ¡rosebud! a todo pulmón.