jueves, 24 de marzo de 2011

Las pastillas que nos hicieron

            Más de una vez, he tenido que escuchar a amigos decirme “eso te cambia”, “no me gusta que tomes eso”, “te convierte en otra persona”. Amigos que no llegaron a verme sin la acción de antidepresivos y antipsicóticos. Conozco a más de una persona que, pasando por un momento de angustia y dificultad, se niega a recurrir a los fármacos.
            Del griego prosopon, la máscara que se usa en teatro, llegamos a la palabra personalidad. Con flexibilidad o rigidez, la personalidad tiene su lógica. “Ese no soy yo”, digo cuando me enfrento a una disonancia interna, a algo que contraría lo previsible en mí.
            La primera vez que fui a un psiquiatra tenía 13 años, y volví a casa con un folleto que decía algo sobre “el estigma de tomar psicofármacos”, para desmitificar el asunto y anticipar ciertas reacciones de mi entorno. Reacciones que son síntoma de incomprensión e ignorancia.
            Hubo momentos cuando luché contra las pastillas, y en vano. Dejarlas nunca llevó a nada positivo. Adolescente, estaba intentando componerme, y en el mosaico de mi personalidad, ellas eran artificiales, ajenas, alienantes. A pesar de que los médicos dicen “es como la diabetes, es como tomar aspirina para el corazón”, la comparación deviene en que, de hecho, estoy enfermo. Mi forma de ser es incorrecta. Mis humores están alterados.
            ¿Cómo entender un medicamento que cambia el humor, que te hace feliz? Se supone que debemos ser fuertes y luchar, sobreponernos, dejar de mariconear. Tomar algo, pedir ayuda, es para cobardes o gente insegura. O si no, tenemos un miedo atroz a dejar de “ser nosotros mismos” a causa de las pastillas. A transformarnos en algo “antinatural”.
            No estamos tan errados al pensar que el bienestar se obtiene resolviendo los problemas y lidiando con las circunstancias y por ende, el fármaco sería un simple paliativo. Pero la ciencia y la experiencia del dolor nos han demostrado que “nada es tan fácil”. El dolor psicológico puede ser incontrolable.
          
  La locura y la cordura

            El hombre ha utilizado sustancias psicotrópicas desde la antigüedad. Amapola, cannabis, refinadas, experiencias religiosas, estados alterados de conciencia. Los científicos han observado y aprendido. Muchas de estas sustancias son ilícitas y las que se transformaron en remedios, son controladas.
            Michel Foucault describió en  Histoire de la folie la forma en que los “locos” fueron tratados a lo largo de las épocas, y qué se consideraba por “loco”. Desde el ostracismo y la violencia de la épocas más primitivas, hemos incorporado la locura a nuestras vidas cotidianas. “Estoy re loco” significa que estoy re drogado. “Mi locura” es mi personalidad.
            Cuando vemos a alguien enloquecer, alucinar, estar drogado, sentimos varias cosas. A veces, es una angustia profunda al ver que la conciencia es frágil y que estos andamios que llamamos realidad dependen de nosotros. El sentido, la realidad, no es tan inmanente como creíamos. También, podemos sentir un profundo rechazo o miedo frente a esta persona que no es capaz de responder por sus actos.
            Alterar nuestra conciencia para perder el control. Para encontrarlo. Como procurando una libertad amniótica, escapando.
            De la misma forma, en el psicofármaco, encontrar nuestra identidad. Rescatar lo que es nuestro y lo que es transitorio, distorsionante: la enfermedad mental.
            Es esto lo que me reclaman cuando me ven tragar las pastillas, control y libertad.
            Pero, cuando mi cerebro no está funcionando bien, cuando mi personalidad está tiñéndose de gris o volviéndose inestable… ¿qué es lo que queda de mí? ¿De dónde vienen las perturbaciones? Quizás sean intrínsecas, quizás sean una reacción a algo que me está pasando.  
            ¿Quién soy? ¿Tiene algún sentido esta pregunta, planteada así? A veces, me pasa que no duermo en toda la noche y al amanecer se me ocurren “ideas brillantes” que al pasar por el tamiz de la razón, van al desguazadero. Eso se llama hipomanía. Ése no soy yo.