domingo, 15 de julio de 2012

Tres años


La enredadera
Tres años han pasado desde entonces.
Las odio, aún tengo ataques de pánico y pesadillas.
Cuando paso por alguna casa con una en el frente, cruzo a la otra vereda.
Apenas tolero comer vegetales.
Incluso hoy, cuando miro documentales sobre la selva, me pregunto si en la espesura más recóndita y apartada, no habrás sobrevivido. ¿Habrás aprendido otra vez a vivir, entre marañas y horizontes torcidos, en otro laberinto?
Mi amor por Pablo era profuso y tormentoso. Empezábamos, dejábamos, no podíamos vivir sin el otro. Yo le tocaba el muslo y él sabía que quería hacer el amor. El me soplaba en la oreja y yo sabía que pronto iría a llover. Siempre hubo una conexión con los elementos. Paralelismos entre las nubes y el viento y las comezones en su piel. Pablo estaba triste todos los días lluviosos.
Cuando había tormentas, yo fingía tener sueño mientras Pablo se levantaba, para no agarrar los primeros arranques de su mal humor. Y así nos llevábamos bien y mal, nos amábamos con dolor.
Un día, veníamos de la feria: él había comprado una artesanía cautivante, algo como un mandala que podía utilizar como utensilio de cocina, y yo hacía cuentas y pensaba en Paris. ¿Se habrán intentado tirar de la Tour Eiffel? ¿Lo habrán logrado? Y de pronto, él exclamó: ¡mirá esa enredadera! ¡La quiero para el apartamento!
Lo miré como extrañado, él no era fanático de las plantas. Pero me gustó la honestidad y el capricho, y me convenció la ternura con que me miraba. El verde se desparramaba a nuestro alrededor.
Le compré la enredadera. La llevamos con dificultad hasta casa y la pusimos debajo de la puerta que da hacia la avenida. Ahí tendría todo el sol. Le insistí a Pablo, “cuidala, yo no me voy a hacer cargo”.
No me discutió. Estaba fascinado. La planta comenzó a crecer en nuestro departamento. Al principio me extrañó la intensidad de las hojas y la facilidad con la que acaparó la atención. Cautivaba a nuestras visitas. Potentes eran las ganas con que se disponía a crecer, sorprendidos nosotros ante el ritmo y el envión de su brotes.
Se volvía cada vez más robusto el tronco, se inclinaba ahora hacia el medio de la sala, irrumpía desde los rincones y hacia lo alto, se abalanzaba de a ratos.
Comenzamos a perder cosas, muebles enteros que la enredadera deglutía.
Un día llegamos al departamento y el follaje desbordaba el living, encima de los sillones, ya no había espacio para el televisor.
Las ramas torcidas y encorvadas de la enredadera llegaban hasta la puerta.
Intentamos regarla menos pero su sed era imparable.
Pasó un mes. Volvíamos del mercado, yo llevaba las bolsas. Pablo siempre me convencía sin escrúpulos de que cargara con lo más pesado. Pablo había mencionado algo de un conejo. Se le antojó que quizás, si comprábamos uno, lograría roer la planta y habría equilibrio.
De pronto dije algo que lo molestó. Fue un comentario sobre el clima y el calor. Estaba tan ofendido que apuró el paso. Seguramente lo encontraría en su estudio, con su diario y lágrimas secas.
Llegué a casa y abrí la puerta con dificultad. A golpes, hasta que aquello se desparramó por el corredor. Imposible ver nada. Había tallos y brotes, formaban algo espeso e infranqueable. El apartamento estaba en penumbras. ¿Pablo? Grité su nombre. Luché contra las hojas más amarillentas, las que se abultaban en la entrada. Intenté una rápida poda: arrancar lo marchito con las manos.
¡Pablo! ¡Pablo!
No me respondió.
¡Te quiero! ¡Me arrepiento!
Nada. Solo el arrullo de la enredadera, el gemido quedo de la multiplicación.
Corrí desahuciado. Fui hasta la estación de bomberos. Se burlaron de mí y de mis explicaciones. Me senté en esta vereda, desde aquí se ve la ventana opaca y cerrada de nuestro cuarto. Esperé que pasara el tiempo.
Sin sol que pudiera abastecerla, asumí que la planta moriría sofocada.
Esperé un par de semanas en la casa de mi madre. Todos los días pasaba por nuestra avenida.

Finalmente, sentí que era momento de entrar. Ramas secas y hojarasca habían remplazado la moquete. Entré a su estudio, contraté un equipo de jardinería, fumigué, puse todo en venta. Grité su nombre, compré un conejo, pero Pablo no apareció.