Escuchábamos esa música disco. El equipo omega de rescate, nosotros. No precisábamos explicarnos. La multitud nos veía avanzar con nuestras gorras, guantes y jeans. Nuestro cabeceo era contagioso, nuestras cejas se arqueaban al unísono. Un, dos, giro, tambaleo, y una pausa. Miradas fuertes y tensas, mucha expectativa.
La mirada, un poco gacha, ¡no pares!, ¡deja que el ritmo te tome!, y enseguida la lírica del canto con perfectas coreografías.
La misma canción varias veces hasta conseguir el estímulo y la vibración. La hacíamos germinar y reproducirse. El espacio, sus rincones y recovecos, se estremecían de ritmo. Dábamos las órdenes: ¡muevan el culo!, chicos, ¡aprendan a tener caderas! Sientan la complejidad del derrumbe, la estructura de las demoliciones. Y Dios, Dios, ¡bailen!
El equipo omega, con su melodía inequívoca, traducía cada movimiento en baile. Las palabras eran casi circunstanciales y servían solo como artilugios para confeccionar el ritmo. El diseño de los sonidos no permitía que el público identificara su procedencia. Todo era un instrumento en potencia, nada se consideraba artificial.
Date cuenta de que no soy un robot.