Burn after reading es una creación de los hermanos Coen del año 2008 y como en muchas de sus obras, nos enfrentamos a una decisiva ambigüedad en cuanto al género cinematográfico del film. Las convenciones son puestas a prueba. Nuestras expectativas y nuestro afán de clasificar y prever se ven amenazadas en este juego que Ethan y Joel Coen plantean.
Nos invaden, desde un principio, los indicios de que estamos viendo una película de espías de la era digital. Primero, son los sonidos electrónicos (señales, bips) y es el ritmo de las percusiones que nos hace pensar en films como Misión Imposible. La imagen es el mundo entero, la gran panorámica aérea y hasta extra terrestre. Desde su posición cenital y omnisciente, la cámara desciende al cuartel de la CIA. Ahí, hace un travelling a la altura del suelo, sigue las pisadas de alguien: es una cámara que percibe lo grande y lo diminuto. Es el espía que como un águila, sigue a su presa, y que como un ratón, puede escabullirse con sigilo y obtener información.
En ningún momento del film, sin embargo, aparece esa anticipada información confidencial. El trabajo rítmico de la edición, los planos donde la cámara toma a los personajes en un sótano, en un velero en alta mar, es decir, lugares donde podría tramarse y gestarse el peligro, los planos donde los personajes son espiados de espaldas (o los autos seguidos de atrás) son un gran simulacro. Es, en definitiva, una cámara paranoica. El humor deviene de lo absurdo y lo frustrante.
La paranoia está personificada en Harry (George Clooney), la frustración en Linda (Frances McDormand) y el absurdo en Chad (Brad Pitt). Harry tiene una suerte de hipocondría con la comida, y aunque sea cierto que lo están siguiendo, su nerviosismo es el de una caricatura. Linda tiene una aspiración que parece terca en exceso: cirugía plástica, y luego, novio instantáneo. De hecho, consigue lo último (una relación con Harry) pero sigue fijada en cambiar su cuerpo. Chad no tiene ningún motivo ni objetivo, es simplemente absurdo, se comporta en forma errática y de vez en cuando, sigue algún impulso.
Es interesante y frustrante cómo el film no se compromete con ningún personaje y lo poco informado que, de a ratos, se encuentra el espectador. Osborne (John Malkovich) es despedido y nunca sabemos el porqué. Es cierto que a la larga, nos olvidamos de ese detalle y pasa a ser irrelevante. Los enredos románticos, las infidelidades y divorcios que son un tema recurrente, no presentan en última instancia ningún thrill para el espectador.
La cámara trata con cierta ternura perpleja a sus personajes, pero los va abandonando de a poco hasta llegar a un final caótico. Todos los actores son facialmente muy expresivos. Abundan los primeros planos y los valores de plano medios y en algunos momentos, la cámara hace travelling con ellos o se acerca a sus rostros y espera sus reacciones. Existen altas contradicciones entre la imagen, que a veces nos llena de angustia o de empatía y abandona así su postura panóptica, una música de piano y violín que anuncia acontecimientos (y no para de anunciarlos en todo el film) y la estructura polifónica de un relato alternado de cinco personajes. Algunos de ellos, nunca llegan a conocerse ni a intercambiar espacios comunes. Para dar relevancia y suspenso a ciertas acciones (cuando colocan el cedé confidencial en la computadora), se suceden rápidos planos detalle de los movimientos. La contradicción radica en que nada realmente acontece: todos estos anuncios son abortados. ¿Qué era lo importante? ¿Por qué ese personaje hacía eso? Esto parece desdibujarse. Este contraste, tensión y ambigüedad componen una situación tragicómica, donde en realidad no había ningún secreto aparte de cuán solos estaban nuestros personajes.
El personaje de Osborne, que de a poco se aísla y desaparecen sus interacciones (las primeras antagonías luego pasan a segundo plano) parece que comienza a vivir en su velero. Es importante que esto no sea explícito ni explicado de forma directa. Tampoco tenemos mucha información de qué sucede con su matrimonio, a pesar de que el film lo presentó como un personaje principal tentativo. En una escena importante, habla y reflexiona en el velero (en el primer cuarto de hora), sin que el espectador sepa con quién. Resulta que el diálogo, si se le puede llamar, era con su padre que está en un estado casi vegetal. En un momento, Osbourne se queja y dice “todo es burocracia, ya no hay misiones como antes”.
¿Alguna vez hubo “cine y vida como antes” o fue toda una expectativa? El film revela una gran añoranza (¿existencial?) cuando ahonda en sus personajes: añora algún tipo de “razón de ser”. Eran caparazones, y fácilmente, logra destruirlos. A pesar de que los Coen han trabajado sobre la reconstrucción de épocas, el desconcierto del presente es constante. En The Big Lebowski, por ejemplo, los personajes directamente viven de acuerdo a los sueños y pesadillas de los sesenta. En Burn after reading, el pesimismo no es aplastante, es tenue y colorido por el humor, lleno de expresión.
Ya no hay cine como antes, vida como antes, sino automatismo, simulacro y representaciones-copias. Automatismo, por la poca cualidad reflexiva que queda en los personajes, su terquedad es absurda, sus motivos son caprichos. Simulacro: Harry, por ejemplo, tiene una pistola que nunca usó y nunca queda claro qué clase de “trabajo para el gobierno” desempeñan él y Osborne. Finalmente, queda la pregunta de por qué imitar al cine de espionaje, ¿por qué la cámara busca intrigarnos y siempre está escrutando?
En un film de espías, descubrir algo es vital, y si se trata de descubrir los móviles de alguien, aun más. En éste, la apariencia de suspenso lo es todo. Pero, que no nos engañen ¿qué teleología –misiones y planes– hay en los personajes de esta historia? Deseos superficiales, sí, pero sobre todo frustración. La trama consiste de accidentes e importantes espacios que son dejados en blanco. El accionar constante de los personajes resulta ser efímero. En los Coen, el chantaje suele aparecer, pero no como una forma de obliterar al otro sino de acallar la propia inseguridad y frustración. El chantaje aparece como única opción además, es casi automático. Son personajes esencialmente pobres.
En Washington DC, que es donde se desarrolla el film, Linda camina por un parque, el obelisco está detrás de ella y a sus costados los árboles. ¿Por qué la gente sentada en los bancos la mira? Precisa esa cirugía. En Washington, en la era digital de la información y en el primer plano de la cara de Linda, hay enredos divertidos, desconcierto y en definitiva, mucha angustia. El film se detiene mucho en ella y en lo absurdo de sus deseos; gran parte del humor radica en lo altamente infantil de los personajes. “I hate you, I hate you” le dice a su jefe en un plano contra plano en la oficina del gimnasio donde trabaja, y se va en un berrinche.
Sin tomarse a sí mismo muy en serio, el film decide matar rápidamente a sus personajes y olvidarlos (a veces, ni siquiera presenciamos su muerte, nos la cuenta un agente de la CIA). El olvido de alguna forma reitera el título: que se queme esto después de leerse. La silla masturbatoria de Harry, que antes había sido presentada con fetichismo (como algo importante, quizás algo a temer) y recuerda a un Frankestein que trabaja para crear un monstruo, es eso: una silla masturbatoria. Un acto inconsecuente.
En Fargo, la soledad y la confusión son temas cruciales. En The man who wasn’t there, otra vez y en ambas, el chantaje. En The Big Lebowski, dos personajes “alienados” se enredan y estafan (en gran parte porque no tienen nada mejor que hacer). El juego de los hermanos Coen busca reconstruir los géneros cinematográficos: sus convenciones y estéticas, su lenguaje. En algún punto, éste film también decide reflexionar sobre la soledad, y especialmente sobre una soledad tecnológica y fruto de la información. Esto tampoco es extraño en la filmografía Coen: las cosas que no son lo que parecen y en definitiva, su gran insatisfacción. Insatisfacción por las expectativas que decidieron crear y destruir, por las historias que son predecibles y en última instancia, una insatisfacción muy vital y serena que encuentra expresión en el absurdo y en lo tragicómico.